El guardián del bosque y el río de estrellas
José Carlos Cuerda
El guardián del bosque era un anciano sabio y bondadoso que velaba por el equilibrio de la naturaleza. Su espíritu era puro y luminoso, y en las arrugas de su rostro se reflejaban ramas visibles e invisibles que se extendían por todo el bosque, y raíces poderosas que se hundían en lo más profundo de la tierra. En sus largos paseos podía sentir todo lo que ocurría en su dominio, y comunicarse con los animales y las plantas que lo habitaban.
De todo el bosque había un lugar al que le gustaba regresar una y otra vez. Se llamaba la Cascada de los Molinos, y era la cascada más bonita y divertida de aquel bosque. El guardián se sentía lleno de paz y admiración cuando observaba el agua del arroyo caer brillante con fuerza, como una lluvia de diamantes que formaban arco iris de colores cuando el sol se reflejaba en las gotas cristalinas. Le gustaba escuchar el sonido del agua golpeando contra las rocas, como si la cascada fuera un tambor gigante capaz de sonar tan fuerte que silenciaba los demás ruidos del bosque. Le gustaba oler el aroma del agua mezclado con el aire, una brisa fresca y húmeda que le limpiaba las narices y le ayudaba a relajarse. Y le gustaba sentir en su cara el contacto de las gotas agua que salpicaban su piel como pequeñas agujas frías y mojadas, una sensación muy intensa que a veces incluso le hacía temblar. Y lo mejor de todo: le encantaba el delicioso sabor del agua que calmaba su sed. En aquel lugar, la Cascada de los Molinos, el guardián del bosque se sentía feliz y agradecido.
Una tarde de verano el guardián del bosque sintió una gran perturbación en la Cascada de los Molinos. Pronto descubrió que alguien había agotado el manantial y la cascada había quedado completamente seca. Y debes saber que una cascada seca es muy triste y aburrida. No puedes ver el agua que cae, solo las rocas desnudas y agrietadas. No puedes escuchar el sonido del agua, solo el silencio o el viento. No puedes oler el frescor, tan solo el polvo o el humo. No puedes sentir el contacto del agua en tu piel, solo la sequedad o el calor. Y no puedes probar su sabor, solo sientes sed o hambre.
El guardián del bosque reconoció al culpable: era un hombre sediento que había hecho un pozo y se había llevado todo el agua que antes llegaba a la cascada. Aquel hombre no se preocupaba por el daño que causaba al bosque, ni por los animales y las flores que dependían del agua del arroyo para sobrevivir.
El guardián del bosque se entristeció, y sintió el impulso de ir a visitar al hombre para hablar con él.
– ¿Por qué haces esto, hombre? – le preguntó con una voz grave y profunda que resonó en todo el bosque.
– ¿Qué quieres de mí? – le respondió el hombre con una voz áspera y cansada que apenas se oía.
– Quiero que dejes de beber del pozo, y que devuelvas el agua al manantial. Estás secando la cascada, y con ella el bosque.
– No puedo dejar de beber del pozo. Tengo mucha sed, y no hay otra agua cerca. La cascada y el bosque me dan igual. Solo me importa mi sed.
– Tu sed es insaciable, y te está consumiendo. No solo te estás haciendo daño a ti mismo, sino también a todos los seres que viven en el bosque. Ellos también tienen sed, y necesitan el agua de la cascada para sobrevivir.
– No me importan los seres del bosque. Son solo animales y plantas. Yo soy un hombre, y tengo más derecho al agua que ellos.
– Estás equivocado, hombre. Todos los seres tienen derecho al agua, y todos son parte de la naturaleza. Tú también eres parte de la naturaleza, aunque lo hayas olvidado. Si destruyes la naturaleza, te destruyes a ti mismo.
El hombre no quiso escuchar al guardián del bosque, pasaron los años, el hombre siguió bebiendo del pozo, sin importarle el bosque, y el guardián del bosque vio con dolor cómo sus hijos se marchitaban y morían.
– Padre, ¿por qué nos abandonas? – le preguntaban las zarzamoras con una voz débil y triste que apenas se percibía.
– Hijas mías, no os abandono. Os quiero mucho, y os protejo con mi sombra y mi aliento. Pero no puedo daros el agua que necesitáis para vivir. El hombre ha secado el manantial, y ha dejado sin agua a la cascada.
– Padre, ¿por qué no haces nada para detener al hombre? – le rogaban los sauces con una voz suplicante y angustiada que apenas se escuchaba.
– Hijos míos, no puedo hacer nada contra el hombre. Él tiene libre albedrío, y debe elegir entre el bien y el mal. Yo solo puedo esperar a que cambie de parecer, o a que alguien le haga entrar en razón, o a que la lluvia vuelva a llenar el manantial y la cascada.
– Padre, ¿por qué esperas tanto? – le reprochaban los madroños con una voz amarga y dolida que apenas se oía.
– Hijos míos, espero porque tengo fe. Tengo fe en que el hombre se dará cuenta de su error, o en que la gente le ayudará a corregirlo, o en que la naturaleza se recuperará de su herida. Tengo fe en que la cascada volverá a fluir, y el bosque volverá a vivir.
Los helechos no pudieron seguir preguntando al guardián del bosque, porque se habían secado y habían muerto.
El guardián del bosque oyó con angustia cómo sus amigos se debilitaban y morían.
– Amigo, ¿por qué nos dejas solos? – le preguntaban los pájaros con una voz aguda y asustada que apenas se distinguía.
– Amigos míos, no os dejo solos. Os quiero mucho, y os ofrezco mi cobijo y mi alimento. Pero no puedo daros el agua que necesitáis para vivir. El hombre ha secado el manantial, y ha dejado sin agua a la cascada.
– Amigo, ¿por qué no haces nada para detener al hombre? – le imploraban los zorros con una voz urgente y desesperada que apenas se entendía.
– Amigos míos, no puedo hacer nada contra el hombre. Él tiene libre albedrío, y debe elegir entre el bien y el mal. Yo solo puedo esperar a que cambie de parecer, o a que alguien le haga entrar en razón, o a que la lluvia vuelva a llenar el manantial y la cascada.
– Amigo, ¿por qué esperas tanto? – le recriminaban los ciervos con una voz molesta y enfadada que apenas se escuchaba.
– Amigos míos, espero porque tengo fe. Tengo fe en que el hombre se dará cuenta de su error, o en que la gente le ayudará a corregirlo, o en que la naturaleza se recuperará de su herida. Tengo fe en que la cascada volverá a fluir, y el bosque volverá a vivir.
Los pájaros, los zorros y los ciervos no pudieron seguir preguntando al guardián del bosque, porque al cabo de pocas semanas se habían debilitado tanto que murieron.
Y, así, el guardián del bosque vio con dolor cómo sus hijos se marchitaban y morían. Las flores perdían su color y su aroma, las hojas caían sin volver a brotar, los frutos se secaban sin madurar. Los árboles se convertían en troncos inertes, las hierbas en paja amarilla, los arbustos en espinas secas. El bosque perdía su verdor y su belleza. Los pájaros dejaban de cantar y volar, los conejos dejaban de saltar y correr, los ciervos dejaban de pastar y huir, los zorros se quedaban sin uvas ni guaridas. El bosque perdía su color, su sonido y su vida.
El guardián del bosque se entristeció mucho, mucho, mucho. Podría haber enseñado a aquel hombre a beber con moderación, o a compartir el agua con los demás, o a buscar otras fuentes más abundantes. Pero decidió no hacer nada porque tenía la secreta esperanza de que el hombre saciara de su sed, o de que la gente le hiciera ver su error y le convenciera de devolver el agua al manantial, o de que la lluvia llenara de nuevo el manantial y la cascada.
El guardián del bosque esperó pacientemente. Pasaron los años, y el hombre siguió bebiendo del pozo, sin importarle el bosque. La gente seguía ignorando el problema, sin saber de dónde venía el agua ni a qué precio. La lluvia seguía cayendo, pero no era suficiente para reponer el manantial y la cascada. El bosque se iba secando y muriendo, y los animales y las plantas sufrían y desaparecían. La cascada seguía vacía, los carteles que la anunciaban se borraron con el sol y la lluvia, y, al cabo de un tiempo, ya nadie la recordaba.
El guardián del bosque se dio cuenta de que su esperanza era vana, y de que su inacción era un error. Se arrepintió de no haber hecho nada cuando pudo, y se lamentó de haber perdido la cascada y el bosque. Pero ya era tarde para remediarlo. Sintió tanta tristeza cuando murió el último pájaro y se secó la última flor que empezó a llorar desconsoladamente. Y fue justo entonces cuando sucedió algo mágico y maravilloso. Sus lágrimas eran tan puras y cristalinas que en vez de descender ascendieron hasta el cielo para convertirse en un río luminoso formado por miles de estrellas. Esa noche aquel anciano guardián del bosque murió. Pero su muerte no fue en vano. El río de estrellas se extendió por todo el firmamento, y desde entonces ilumina en aquel bosque las noches sin luna.
El hombre que había secado el manantial vio el río de estrellas, y quedó asombrado. Por primera vez en su vida, sintió algo más que sed. Sintió curiosidad, admiración, remordimiento. Se preguntó qué era ese río de estrellas, y de dónde venía. Se preguntó qué había pasado con la cascada y el bosque, y qué había hecho él. Se preguntó si podía hacer algo para reparar el daño que había causado, y para merecer la bendición de ese río de estrellas en las noches oscuras.
La gente que vivía cerca del bosque también vio el río de estrellas, y quedó maravillada. Por primera vez en su vida, sintió algo más que indiferencia. Sintió asombro, belleza, gratitud. Se preguntó qué era ese río de estrellas, y de dónde venía. Se preguntó qué había pasado con la cascada y el bosque, y qué habían hecho ellos. Se preguntaron si podían hacer algo para ayudar al bosque, y para agradecer la visión esperanzadora de ese río de estrellas en las noches sin luna.
Y la lluvia que caía sobre el bosque también vio el río de estrellas, y quedó emocionada. Por primera vez en su vida, sintió algo más que rutina. Sintió alegría, esperanza, amor. Se preguntó qué era ese río de estrellas, y de dónde venía. Se preguntó qué había pasado con la cascada y el bosque, y qué había hecho ella. Se preguntó si podía caer con mucha más abundancia para llenar de nuevo el manantial y la cascada, y para abrazar ese río de estrellas con todo su frescor.
Así fue como el guardián del bosque dejó de existir, pero no del todo. Su espíritu se convirtió en un río de estrellas que sigue brillando en el cielo cada noche sin luna. Su recuerdo se convirtió en una lección, que sigue enseñando a los hombres y a la gente el valor del agua y del bosque. Su infinita tristeza se convirtió en la esperanza de que la cascada volverá a fluir y el bosque volverá a llenarse de vida.
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Cascada de los Molinos. Corteconcepción. Sierra de Aracena, antes y después de la puesta en funcionamiento en julio de 2023 de un pozo junto al manantial que alimenta la cascada.
Cascada Molinos tras la puesta en marcha del pozo de Giahsa en julio de 2023
Cascada Molinos antes de la puesta en marcha del pozo de Giahsa en julio de 2023